lunes, 23 de noviembre de 2009

El fraude de las vacunas

Todos conocemos a alguien o hemos leído en algún sitio eso de que las vacunas no son efectivas, que son cosas que las farmacéuticas se inventan para sacarnos dinero y que el hombre tiene un sistema inmune que lo protege. Ésta entrada está destinada a demostrar la mentira que suponen las vacunas. Pongámonos un poco en contexto histórico:

Las enfermedades han azotado a la humanidad desde que el hombre existe. Y desde que existe la agricultura, comenzaron los asentamientos estables donde la población no tardaría en crecer; con ellos aparecieron las epidemias. Las encontramos en todo el mundo antiguo, en Egipto e Israel, en Grecia y en Roma. La cabeza momificada del faraón egipcio Ramsés V, muerto hacia 1160 a.C., presenta lesiones que parecen corresponder a la viruela. El mundo semita enumera las epidemias entre las famosas plagas del Antiguo Testamento. Los autores del Corpus hipocrático estaban familiarizados con la malaria; describieron sus efectos intermitentes (fiebres tercianas y cuartanas) y elaboraron una interpretación general de las fiebres entorno a los días críticos. Pero tal vez la peor de todas ellas fuera la fiebre de Antonino. Se supone que la enfermedad (probablemente viruela) cosechó entre 165 y 180 d.C. unos cinco millones de muertos. La desmembración del Imperio Romano supuso, hasta cierto punto, un freno a la diseminación de las epidemias. El carácter predominantemente agrícola de las sociedades de la época implicaba la dispersión de la población por aldeas y núcleos rurales. Al escasear el comercio y no sufrir el hacinamiento de la urbanización, las grandes epidemias permanecieron aletargadas durante mucho tiempo.

Su regreso no pudo ser más feroz. En la Baja Edad Media, la peste negra se ensañó con Europa. Halló su entorno ideal en las ciudades, insalubres y faltas de alcantarillado, en las que campaban a sus anchas las ratas y pulgas que contenían el causante de la enfermedad, el bacilo Yersinia pestis. En la peste las ratas ejercen de reservorio, esto es, albergan al agente infeccioso, mientras que las pulgas que las parasitan hacen de vector, es decir, son las responsables de la transmisión de la enfermedad. Cuando una rata infectada muere, las pulgas buscan un nuevo huésped al que picar para alimentarse. Con la picadura, el bacilo pasa a la sangre y, si el huésped es una persona, se desencadena la enfermedad, con una mortandad que, sin tratamiento, se cifra en dos tercios de los afectados. Hacia 1300 la peste negra comenzó a avanzar por Asia antes de propagarse a Europa y el norte de África. Entre 1346 y 1352 barrió Europa entera, dejando un rastro de más de 20 millones de muertos. Es la mayor epidemia de peste que se recuerda y la que dio pie a la elaboración del 'Il Decameron' de Boccaccio.

Otro capítulo de la historia que muestra con terrible crudeza la devastación causada por las epidemias se inicia con el descubrimiento de América. Los pueblos del Nuevo Mundo habían vivido exentos de las aflicciones euroasiáticas. Constituían, pues, lo que en epidemiología se entiende por suelo virgen y sensible (o susceptible), sin defensas inmunitarias contra las enfermedades incubadas por los españoles. Lo acababan de comprobar en su propia carne los guanches. La conquista de las islas Canarias en el siglo XV supuso la extinción casi absoluta de los nativos, cuyo sistema inmunitario se sintió inerme ante las infecciones de los europeos. La primera epidemia, que hizo estragos en La Española en 1493, pudo ser la gripe porcina (¡sí, ya existía entonces!) llevada por los cerdos a bordo de las carabelas de Colón. Pero fue la viruela el azote más cruel, tras alcanzar el Caribe en 1518. Mató a un tercio de los habitantes de La Española. De Puerto Rico pasó a Cuba. Acompañó a Hernán Cortés en su conquista del México de Moctezuma, en cuya capital Tenochtitlán vivían 300.000 vecinos, el triple que en Sevilla. Tras los primeros contactos el extremeño pudo, en 1521, y con sólo 300 hombres, adueñarse de una ciudad abatida ya por la enfermedad. Lo mismo sucedió con Pizarro y su conquista del Perú. Entró en el Cuzco de unos incas desarmados por la infección. Se admite que entre 1518 y 1531 habría muerto, victima de la viruela, un tercio de la población india. No fue la única. Oleadas sucesivas de sarampión, gripe y tifus multiplicaron los estragos producidos. Las bajas indias eran sustituidas con mano de obra africana, esclavos negros, sobretodo en las minas del Perú. Con los africanos llegaron al Nuevo Mundo la malaria y la fiebre amarilla.

A la par que exportaban enfermedades, la España renacentista conocía el embate de la sífilis, que se discute si fue traída de regreso por Colón. Lo cierto es que irrumpió en 1493, durante la guerra entre España y Francia por entonces dominio de Nápoles. Los franceses, en su retirada, la expandieron por Europa. Pronto se llamó mal de Nápoles, mal francés en Italia, mal español en Holanda, mal polaco en Rusia, mal ruso en Siberia, mal cristiano en Turquía y mal portugués en India y Japón. La sífilis, causada por la espiroqueta Treponema pallidum, constituye un ejemplo típico de las nuevas plagas que surgen en tiempos de guerras internacionales y flujos de población. Cuando la conquista europea se extendió por el hemisferio septentrional, los nativos no corrieron mejor suerte. Ingleses y franceses arrasaron las poblaciones indígenas con la viruela introducida en mantas y ropa. La viruela mató a la mitad de los hurones en 1645, triste suerte que sufrieron más tarde cherokees, omahas y mandanos. El relevo llegó en el siglo XVI con la tuberculosis, la “peste blanca”, que mató en la primera mitad del siglo a más gente que cualquier otro morbo epidémico. De antiquísima historia, la tuberculosis se manifestaba en una sintomatología variopinta. Los microbiólogos reducen hoy a dos los agentes causantes de la enfermedad: Mycobacterium tuberculosis y Mycobacterium bovis. El primero se transmite directamente a través de las vías respiratorias. El segundo infecta a los animales domésticos y llega a los seres humanos a través de los alimentos. Aunque M. tuberculosis puede asentarse en distintas partes del cuerpo, cuando se instala en los pulmones produce la tuberculosis pulmonar, antaño conocida por “consunción” o “tisis”.

Valgan esas pocas enfermedades como unos pocos de muchos ejemplos de grandes enfermedades que han azotado la humanidad. Vayámos ahora al meollo del asunto.

En India o en China, allá por el 200 a.C., a los que padecían una forma leve de viruela se les cogían restos de pústulas secas que eran molidas hasta conseguir un polvo que luego se introducía por la nariz. Algo bastante asqueroso a nuestros ojos. En 1718 una mujer, Lady Mary Wortley Montague, vió que los turcos se inoculaban con pús tomada de la viruela vacuna e inoculó, del mismo modo, a sus propios hijos. Cuando regresó a Europa, Lady Montague trató de explicar éstas prácticas y trató de convencer a otros médicos, pero se encontró con la oposición de la iglesia y la comunidad científica. En 1796, 78 años después de Lady Montague, un médico rural inglés, Edward Jenner, observó que las recolectoras de leche adquirían ocasionalmente una especie de “viruela de vaca” o “viruela vacuna” por el contacto continuado con éstos animales, y que luego quedaban inmunizadas contra la viruela común.

Jenner no sabía lo que sabemos hoy, que esa viruela vacuna es una variante leve de la viruela humana. A ciegas en éste aspecto y guiado por las conclusiones a las que llegó, tomó viruela vacuna de una granjera, infectó a un niño de 8 años y éste mostró síntomas de la infección de la viruela vacuna. Cuando el chico se recuperó de la enfermedad, Jenner le inyectó la variante humana de la viruela y ésta vez el niño no mostró ningún síntoma.

De poco le sirvió a Jenner todo aquello, porque los científicos de la época y otros médicos se oponen al tratamiento propuesto por Jenner, el cual llega a ser excluido de la Asociación Médica de Londres. Fue cuando Napoleón dió la orden de vacunar a toda su trope en 1805 y posteriormente a los hijos de la Condesa de Berkeley y Lady Duce cuando Jenner recibe el correspondiente reconocimiento y sus opositores se vienen abajo.

En 1881, Louis Pasteur lleva a cabo un experimento público en comprobación de la efectividad de la vacuna contra el carbunco ideada por él:

El 5 de mayo inyecta 24 carneros, 1 chivo y 6 vacas con 58 gotas de un cultivo atenuado de Bacillus anthracis. El 17 de mayo, estos mismos animales fueron inoculados nuevamente con la misma cantidad de un cultivo más virulento.

El 31 de mayo se realizó la prueba suprema. Se inyectaron con cultivos muy virulentos, todos los animales ya vacunados, y además, 24 carneros, 1 chivo y 4 vacas no vacunados, que sirvieron como grupo testigo a la prueba. El 2 de junio , una selecta y nutrida concurrencia apreció los resultados, que fueron los siguientes:

Todos los carneros vacunados estaban bien. De los no vacunados, 21 habían muerto ya, 2 más murieron durante la exhibición ante la propia concurrencia y el último al caer de la tarde de ese día. De las vacas, las 6 vacunadas se encontraban bien, mientras que las 4 no vacunadas mostraban todos los síntomas de la enfermedad y una intensa reacción febril.

Desde entonces se han ido desarrollando y administrando vacunas para las distintas enfermedades que atormentan a la humanidad como la peste, la tuberculosis, el tifus o la gripe. Desarrollo que ha ido mejorando paralelamente a la tecnología. Pese a todo no fue hasta 1977 cuando la viruela, primera enfermedad con vacuna, se consideró erradicada. 181 años de lucha.

Así que, tras lo expuesto, podemos afirmar que las vacunas son un fraude... ¿o no?

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